Kia,
la pequeña niña Buda y su aleteo de colibrì azul.
Aeternitas ad infinitum
Las doce llaves de la prosperidad en medio de la adversidad.
Fuyu
(Invierno)
Aparte 6-2
Cómo comprendí que soy una niña Buda
De todas las experiencias que he logrado recordar, una de las vidas que explica mi propósito sobre este planeta, es aquella en la que se me permitió reencarnar bajo la forma y apariencia de un niño monje o niño lama en el siglo décimo (X) Antes de Cristo (AC).
Allí, mi alma escondida entre las montañas del antiguo y ancestral Tibet, pudo nacer como un niño humano en el seno de una familia acaudalada y aristocrática tibetana, para convertirme en un pequeño niño buda durante mis primeros diez (10) años de vida.
En aquella encarnación, y como es usual en ésta geografía, los monjes leyeron frente a mis padres, mi carta astrológica y los vaticinios de ¿quien sería en el futuro? La predicción reveló mi origen proveniente de otro superuniverso.
En el siglo (X) décimo, época en la cual encarné fui considerada “del linaje de los tesoros mejor escondidos en el planeta: un terma”.
La revelación mostró la misión que venía a cumplir sobre este mundo. El vaticinio predijo mi misión: compartir con la humanidad acerca de los secretos místicos que potencian la aceleración, elevación y evolución del corazón, el alma humana y la estructura insondable en que operan los árboles álmicos.
Todo ello con el fin que se logre la evolución y elevación a nivel grupal de la frecuencia vibracional del amor.
Al haber nacido como niño fui tomado e instruido por los monjes tibetanos a partir de mis cinco (5) años de edad hasta llegar a mis diez (10). Mi instrucción y educación perduró tan sólo un lustro.
Sin embargo, este breve periodo de tiempo facilitó mi aprendizaje, para conocer a profundidad, en ese conocimiento sapiencial, algunos de los secretos y misterios antiguos de una especie más evolucionada a la humana.
Ya que lo que se me ha mostrado es que quienes han decidido ser monjes y encarnar en el antiguo tibet, por lo general provienen de la (5ª) quinta dimensión o (5ª) quinto superuniverso de luz. Estos maestros son expertos en ¿cómo reparar, restaurar y sanar las almas?
De seguro no todos los monjes son exoterritoriales. Intuyo que hay muchas almas humanas y de otras especies no humanas como la mía, encarnadas en cuerpos humanos, trabajando en la búsqueda de la iluminación y de su propia luz.
Según la predicción revelada, me era necesario terminar con los aprendizajes emocionales y espirituales, mientras continuaba reencarnando de vida en vida durante mil (1.000) años más como:
hombre, mujer, híbrido andrógino, homosexual, transexual, transgénero, animal, árbol, hada, sirena, dragón, elfa, gigante, entre algunos seres de otras especies que viven, y coexisten junto a nosotros, y en los que pude vivir como ellos al habitar sus formas corpóreas.
Antes de partir de aquellas encarnaciones antiguas para renacer en el siglo XX y vivir en el siglo XXI de nuevo, en el cuerpo humano de una puer senex; es decir, ya no de un niño sino de la niña-anciana que soy ahora.
Logré aprender (1.100) mil cien años atrás, a recolectar toda la información necesaria para la sanación de las almas humanas y no humanas en ese tiempo record comentado arriba: cinco (5) años.
Allí, en el Potala, los monjes tibetanos predijeron que nacería con toda la información acumulada y sistematizada (1.100) mil cien años después, para permitirle a los seres humanos acercarse a los misterios que les ayudasen en su evolución profunda.
Por una parte para encontrar la alegría de vivir, la prosperidad a todo nivel, la hiperabundancia y la riqueza material en medio de las adversidades, así como encontrar la fidelidad, la lealtad y la felicidad consigo mismo antes que buscarla en los demás.
Mi alma ha encarnado y desencarnado cíclicamente en diversos cuerpos y formas. He logrado sobrevivir a miles de millones de existencias, donde he disfrutado y comprendido mi cuerpo en mi parte masculina, como en mi parte femenina.
Al renacer en esta vida y al comprender que dentro de mí también cohabita ese niño buda que soy, y que murió físicamente hace ya más de (1.100) mil cien años.
He logrado acceder a todos los secretos y la información acumulada que tenía encriptada en mis espacios internos.
Por fin he podido recordar cómo fue mi vida y cómo fue mi muerte siendo ese niño monje tibetano.
Soy en ese sentido un niño lama que potenció y encapsuló dentro de si, desde su inocencia y pureza de corazón, grandes cantidades de energía luminosa: el AMOR.
El niño buda que me habita me muestra con gran inocencia, tranquilidad y dulzura, el mundo interior que llevo dentro de mí, así como me muestra mi reflejo en los espejos que son los otros y el mundo interior que habita a cada quien.
También pude recordar todos los misterios que posee la alta meditación, el canto, el cuerpo y la danza.
Cada uno de ellos como pases o llaves mágicos que logran destruir la oscuridad anidada en el corazón, y que puede quedarse anclada durante varias vidas, milenios y eones de tiempo en el alma humana, si no se trabaja en desterrarla de uno mismo.
Cada misterio que he descubierto y he recordado permite la restauración, regeneración y sanación del misterioso corazón, así como del sagrado cuerpo humano.
Dicho esto, doy paso al encuentro con esa pequeña niña Buda que ahora soy, y que gracias a las experiencias de consciencia vividas en la tierra; he comprendido de manera magnánima:
¿Cuál es el poder infinito que posee el espíritu del amor? ¿cuáles son las claves de la alta creatividad? así como he comprendido ¿cuál es el misterioso y sagrado secreto de aprender a tener fe en si mismo para poder tener fe en los demás, a pesar de sus abismos más profundos?
Mi mágico encuentro
con
mi legado ancestral tibetano a través de
la Mesoamérica indígena.
A mis veintidós (22) años de edad comencé mis viajes de investigación etnográfica en torno a la emoción.
Tuve la oportunidad de convivir durante tres (3) meses con los indígenas paeces (nasa yuwe) en Caloto – tierradentro, en el cauca colombiano.
Al estar cerca del Nevado del Ruiz y de los cultivos de amapola que cuidaban los guerrilleros para los grupos del narcotráfico.
A sólo unos cuantos metros de distancia del resguardo indígena, fue que retomé el hábito de la observación y registro documental de los eventos que se me presentaban bajo el formato de investigación, desde la técnica de la etnografía.
En otras palabras, la lectura escópica del mundo que encontraba ahora, en las montañas de Tierradentro, me sorprendía como una bofetada en el rostro.
Puesto que mi encuentro inicial con el mundo indígena fue el tener que ver, como una verdad de a puño, como un niño de un pueblo aledaño, de no más de (10) diez años de edad, había sido vestido con un uniforme militar de los grupos guerrilleros, cargando en su hombro izquierdo un arma más grande en tamaño que su propia estatura.
Mientras yo sólo contemplaba con algo de temor, su rostro tostado por las heladas de la montaña, y su mirada gélida como el hielo.
Una mirada que me impactó, ya que en ella me contaba la indiferencia y la dureza de corazón propia de quién ha tenido que madurar con sufrimiento indecible, en la soledad propia de las voces que jamás nadie ha escuchado.
Ese niño, que a mis ojos había engrosado su voz para parecer mayor, seguía siendo un dulce y triste niño que me recibía a las 5:00 pm de un sábado, mientras me investigaba, interpelaba, y preguntaba, ¿quién era yo?, ¿qué venía a hacer a Tierradentro?, y específicamente, ¿qué iba a hacer en Caloto, en el cauca colombiano?
Mis respuestas cálidas y amables al decirle al niño soldado que:
“venía a realizar una obra de títeres para la noche de navidad.
Mi fin era divertirles, hacerles reir y alegrarles un poco la vida.
Mi llegada había sido planeada por recomendación de la diócesis de sacerdotes vicentinos, amigos muy queridos que tuvieron a bien darme la oportunidad de viajar y cuidar de mi en ese paraje desolado de Colombia”.
Mis palabras le tranquilizaron, mientras su rostro adusto y huraño se suavizaba, a pesar del frío paraje que rodeaba a la población de Caloto, a una hora del municipio de Belalcázar, donde se encontraba la Parroquia católica de la orden de los sacerdotes vicentinos, cercana también al nevado.
Allí viajé, al Tierradentro oscuro, cruel y profundo, donde el tiempo se detuvo desde hace muchos años atrás en el medioevo premoderno de la Europa del siglo XII:
sin luz, sin alcantarillado, sin agua, sin alimentos saludables que consumir, sólo un huevo frito o en tortilla cuando el dinero alcanzaba, arepuelas de harina de trigo, arroz blanco, café negro con aguapanela o una avena con algo de leche de manera ocasional.
Sin ropa, sin una vivienda óptima en la cual vivir, sólo unas cuantas tablas de madera, un techo de zinc, un piso de barro y unas cuantas hamacas, junto a un pequeño jardín que permitía sembrar una que otra planta aromática o verdura.
Sólo se comía carne una vez al año:
la carne de un chivo asado para la fiesta del (24) veinticuatro o el (31) treinta y uno de diciembre de cada año. Nada más.
El clima emocional turbio que me recibía, debido a los acontecimientos que habían ocurrido sólo una semana antes de llegar al resguardo de Caloto me dejaron enmudecida, y sin palabras:
el suicidio de un joven que había sido acusado de haber violado a una joven indígena, y que luego de ello fue castigado por los ancianos nasa yuwe en el Cepo.
Un instrumento de tortura, conformado por una plataforma cuadrada de madera al piso, una cuerda alargada que eleva (2) dos trozos grandes y alargados de madera con las piernas de la persona aprisionadas por la madera.
Este instrumento heredado de las épocas de la inquisición, la conquista, y la colonia europea y españolas del medioevo, es la herramienta utilizada por los indígenas para:
Castigar y generar el escarnio público, frente a toda la comunidad indígena, de quienes osen transgredir las leyes mínimas de convivencia pacífica.
De este modo, cualquiera que lesione, violente o cometa delitos contra sus congéneres o contra los “colonos”:
los hombres “blancos” o los “mushka pesue (los blancos ladrones)”, como ellos nos llaman, era y sigue siendo sometido al Cepo.
Adicional a lo comentado, hay otra herramienta de castigo que propina latigazos y ahonda en el aleccionamiento del individuo que ha cometido tales transgresiones,.
Las cuales se consideran “imperdonables” para los indígenas paeces o nasa yuwe: el “fuete”.
Con este lazo terminaban por latigar piernas colgadas, con el cuerpo del indiciado boca abajo.
Allí se le castigaba y dejaba durante varias horas. Las que determinara el consejo de ancianos.
Luego de ello, nadie podía hablarle al individuo, durante el tiempo estipulado por dicho consejo.
Lo más doloroso de lo que comento es que para los índígenas, el peor castigo no era el cepo o los latigazos frente a la comunidad.
El más grande suplicio era que la misma comunidad fuese forzada a evitar hablarle durante el tiempo que durase dicho castigo.
Ese era el dolor que los índígenas no resistían. Por ello, este joven había decidido suicidarse y acabar con su vida:
por la exclusión social de su propia comunidad, de su propia gente.
De otra parte, en la época en que viajé hacia Caloto en el Cauca, esa misma semana previo a mi llegada, los indígenas nasa yuwe habían sido testigos presenciales y silenciosos del asesinato de un hombre en los callejones del resguardo.
Éste había revelado el lugar donde se encontraba el cultivo de amapolas que protegían los guerrilleros, y que les vinculaba abiertamente con la industria del narcotráfico.
Desde aquel entonces, hace ya (25) veinticinco años, sé que tanto los guerrilleros como los narcotraficantes trabajan en conjunto, comandados por el líder del narcotráfico en Colombia:
el mismo ex presidente que ha gobernado en (2) dos ocasiones el país.
Esto que comento ha sido dicho de manera reiterativa en diferentes lugares del país, por la gente trabajadora de a pie, como por las mismas personas que trabajaban en los cultivos ilícitos tanto en el Cauca, el Amazonas, el putumayo, el chocó, Antioquia, como en Santander.
Lo que quiero evidenciar es una de las destrezas que me acompaña:
Mi memoria fotográfica y eidética. Ya que recuerdo de manera de manera profusa, obsesiva y compulsiva, cada detalle que he vivido a lo largo de estos treinta años en que me dediqué a recorrer Colombia.
Así como las (6) seis ciudades en los (6) seis países de la cuenca amazónica que visité.
Me acostumbré a pasar horas, días, semanas y meses, leyendo a las personas, mediante la observación aguda y acuciosa que me ha acompañado desde que era una niña.
Las observaba de manera ininterrumpida, con el fin de detectar patrones emocionales, radiografías de la economía de los territorios y de las comunidades.
Todo ello para comprender el por qué de su pobreza material, y el por qué les era imposible salir de los círculos de dolor creados por la misma pobreza.
En ocasiones, olvidaba comer y consideraba la comida un estorbo, porque para mí, en ocasiones, era más divertido leer que ingerir alimentos.
Sin embargo, al observar cómo la seguridad alimentaria de las comunidades era quebrada por la misma realidad de a puño que vivían las personas.
También comprendí los hilos de la exclusión social por el color de la piel, por la raza, por su diferencia en las formas de pensar.
De igual modo, comprendí el egoismo, la envidia, la avaricia, la mezquindad y la crueldad de este líder corrupto y psicópata.
Quien mediante la fuerza oscura que le acompaña desde los organismos del Estado y del ParaEstado, constriñe y coacciona de manera violenta a través del hambre y la necesidad de alimento a miles de niños, niñas, púberes y jóvenes en Colombia.
El único fin es hacer que los grupos más vulnerables terminen formando parte de los grupos armados en los pueblos.
Terminen atrapados por la necesidad del hambre en las bandas armadas de ladrones, sicarios y de microtráfico que habitan las ciudades.
Y para el caso de las niñas, niños, mujeres o jóvenes adolescentes que queden atrapados en la red de pedofilia, prostitución infantil y juvenil que se hallan en los pueblos, las provincias y las ciudades cabecera del país.
Si al final, estos jóvenes no caían en alguna de estas trampas, lo que les esperaba antes, e incluso en este tiempo presente, era formar parte de la red de las adicciones:
A las drogas, al sexo, a la traición, al alcohol, al cigarrillo, al juego, a las emociones fuertes, a la ultraviolencia, al uso de las armas.
Al sadismo, al masoquismo, a la sangre, al vampirismo energético, a las obsesiones, al dinero, al poder, a la crueldad, a la avaricia, a la envidia, a la ambición de lo material, etc
De este modo, al inducir a estas poblaciones frágiles al desamparo, sin alimento, con la dignidad destruida, violados, maltratados por sus padres, rechazados por terceros, al borde de la locura a consecuencia del hambre que han padecido durante años.
Con la miseria como una sombra imposible de negar o de quitar, muchas de estas almas quedaban atrapadas en los caminos del sadismo, la psicopatía, la maldad y la crueldad.
En últimas, su energía álmica era drenada, vampirizada y por ende, sus cuerpos físicos se entregaban, ya sin voluntad, al camino del espíritu de la oscuridad.
Allí, en una de las noches en que contemplaba y documentaba por escrito este panorama desolador, desde las montañas empinadas y profundas de Tierradentro en el Cauca, el espíritu del amor abrió de nuevo mi (3er) tercer ojo de manera inesperada.
Mi clarividencia, mi capacidad de ver y escuchar a los muertos, así como los sueños premonitorios, la telepatía y las visiones proféticas aparecieron orgánicamente, luego de haber durado la mayor parte de mi infancia y adolescencia ciega espiritualmente, mientras caminaba por este mundo.
Como si fuese un rayo violento que me atravesase la frente y cabeza volví a ver.
Ya que al mirar en retrospectiva, aquel ruego de infancia en el que pedía al cielo “no querer ver lo que habita el mundo espiritual”; y al recorrer, a manera de imagen mental, la antigua película que fue mi vida en la pubertad y juventud.
Una llena de años en los que me extravié y caminé entre tinieblas.
He de reconocer con nostalgia que desconocía a ciencia cierta, si al solicitar tal pedido en mi niñez temprana, “el de no querer ver y percibir el mundo invisible” hubiese sido ésta, la decisión más acertada.
Sin embargo, y a pesar de todo pronóstico negativo o mal presagio enunciado por mis adversarios, el camino del niño lama, o el niño monje tibetano, volvió a aparecer ante mis ojos.
Aquella noche plagada de silencio y oscuridad pasmosa, mi ángel guardián me mostró en sueños, cómo había sido mi vida cuando tuve la oportunidad de encarnar en el misterioso Tibet como un niño lama o un niño monje hace cerca de (1.100) mil cien años terrestres atrás.
En este sueño-visión, mi guía angelical también me mostraba cómo había logrado acceder al Estado de consciencia del niño Buda que ahora me habita.
En el siglo (X) diez, a mis (5) cinco años de edad, mis maestros monjes comenzaron mi iniciación al hacer un pequeño orificio en el centro de mi frente, entre mis cejas y ojos.
El fin de dicha intervención quirúrgica era abrir mi tercer ojo, para que éste se volviese más potente y los regalos que traía guardados de mis vidas más antiguas, desde mi planeta y superuniverso de origen, pudiesen brotar, traspasando la fuerza latente que los acompañaba.
En esta revelación mística pude observar de nuevo el rayo de luz que me atravesaba de un lado al otro de mi cabeza.
El dolor que sentía al ver ese gran chorro de luz hacía que me aislase aún más de las personas.
Ya que podía ver y escuchar sus pensamientos.
También podía ver los demonios que los atormentaban, así como podía leer los eventos pasados, presentes y futuros, a través de las palabras y situaciones que quedaban grabadas en el espacio biofísico del éter.