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Kia,
la pequeña niña buda
y
su aleteo de colibrí azul.

Aeternitas ad infinitum
Las doce llaves de la prosperidad en medio de la adversidad.

Momijigari

(Caza de hojas rojas)

Aparte 5-3

 

Lo que aprendí

de mi padre y mi madre.

Me estremece la importancia desmedida que tanta gente da al hecho de ser sangre de la propia sangre.

 

Sí, es muy importante,

pero también lo es, y mucho,

todo lo que viene después,

todo lo que mis padres me han dado,

una herencia que va más allá de la sangre.

 

Tomado de Miró, Asha. [2003]. La hija del Ganges. Historia de una adopción. Lumen ed. Barcelona. España. P. 17.

 

La primera semilla que mi padre adoptivo sembró en mi mente y corazón fue enseñada de forma maravillosa, al aprender lo que era ser un autodidacta a través de su ejemplo.

Mi padre era un gran basquetbolista (medía 1.90 cm), un líder político en la ciudad y un organizador sindical y social preocupado por ayudar a los demás.

 

Sin maestro alguno, él había estudiado ingeniería mecánica y metalurgia -era un gran constructor de objetos raros y útiles-; mecánica automotriz, mobiliarios en madera, soldadura y hasta aprendió inglés por su propia cuenta.

 

Su gran maestro no había sido otro más que su intuición y la voluntad férrea de salir adelante. Admiraba su conocimiento y destreza.

La segunda semilla que sembraron muy bien, tanto mi madre como mi padre adoptivos, fue el amor por los libros y el conocimiento por las nuevas cosas.

 

Al ser aún una niña de ocho años, mi padre había decidido regalarme una pequeña biblioteca. Toda ella, llena de libros de biología e histología.

Libros ilustrados de flores y plantas, los cuentos infantiles de Hans Christian Andersen, diccionarios de español e inglés, libros técnicos de soldadura y mecánica -(mi padre había sido directivo y jefe de la zona de Pailería en Ecopetrol y la biblioteca también tenía esta información).

En esos estantes también había enciclopedias de historia, geografía y hasta un curso de inglés de ediciones Planeta, recibido a lo largo de un año por correspondencia.

 

Éste último regalo me lo dio al festejar mi cumpleaños número diez (10). Además de enseñarme inglés de manera autodidacta.

 

Estos fueron los obsequios más preciados y hermosos que recibí de mi padre.

De mi madre, bueno, de ella recibí y sigo recibiendo tantas cosas, que de seguro este no será el único libro que escriba pensando en ella.

 

Para comenzar, entre las primeras semillas que sembró mamá durante mi infancia:

Aprendí las leyes que rigen el corazón y el alma humanas: amar, ofrecer consuelo y llorar por el dolor ajeno.

 

Bendecir a los otros y desearles el bien en el silencio de mi habitación, hacer el bien a los demás sin que nadie se dé cuenta que lo has hecho de corazón.

Sin embargo, el aprender a llorar por mi propio dolor, y el deshacer las semillas de odio, a través del dejar fluir siempre lo mejor de mi misma, lo aprendí durante los (20) veinte años que viví lejos de ella.

Siempre recordé y comprendí el valor de cada lección impartida por mi madre desde el silencio y a través de su ejemplo diario en la convivencia con los demás.

Mí madre modeló e instaló en mi naturaleza el espíritu del amor mediante su compasión por los menos favorecidos.

 

Siempre al medio día les invitaba a nuestra casa para que compartieran, junto a nosotras, en la mesa del comedor principal de nuestra casa, un plato de comida, justo a la hora del almuerzo.

 

La gran fortaleza de Mamá era dar y brindar amor cuando nadie daba absolutamente nada. Ella simplemente sembraba amor, sin reparo alguno.

 

Mamá me enseñó el evitar hacer distinción entre las personas, bien sea por sus vestidos, su posición social, sus estudios, su color de piel o su religión.

 

Para ella todos seguimos siendo iguales, amorosos, luminosos y hermosos.

Aunque mi madre se distanciaba ostensiblemente de la concepción religiosa tibetana, cuando tuve la oportunidad de conocer a fondo la cosmovisión del lamaísmo tibetano, mi corazón comprendió que la madre de todas las religiones encripta una verdad fundamental y universal:

Al igual que el alfarero modela el barro para crear una bella obra de arte. Mamá con su amor inconmensurable me enseñó el trato amoroso que necesitan nuestros hermanos de vida: las plantas y los animales.

Mi madre, quien nació en Rionegro-Antioquia, una mujer amante de la naturaleza y la sencillez.

 

Tenía su casa llena de plantas decorativas, girasoles (sus flores favoritas), flores diversas y de muchos colores. Allí los helechos, sábilas, salvias, albahacas, plantas medicinales, platanales, yucas y árboles frutales, adornaban los pasillos y corredores hasta el gran patio.

 

A lo largo de mi segunda infancia y unos años de mi pubertad: de los (5) cinco a los (14) catorce, crecí en esa casa donde había pájaros que cantaban a lo largo del corredor.

 

También allí habían gatos, perros, pollos, gallinas, cabritos, ovejas, tortugas, conejos, peces y hasta un cerdito bebé que comía jabón y cuanta cosa se le atravesara.

Lo anterior, lo he detallado como una forma de explicar, el amor profundo e infinito que me sobrecoge al estar ante y entre los animales y las plantas. Pues crecí rodeada de amor por la naturaleza y el campo.

Aunque mi padre se había convertido en un referente de admiración para muchos. Pues había logrado ascender en la escala social y económica por sus propios méritos.

 

Luego de haber comenzado a trabajar en la Troco Oil Company, el antiguo nombre que recibía Ecopetrol (La empresa colombiana de petróleos). Él parecía querer olvidar sus orígenes y ese pasado en el que habitaba su niño interno:

Un púber de 12 años que quería labrar su destino por el camino correcto: por la vía difícil.

 

El miedo a la pobreza y la exclusión social eran sabores amargos que no deseaba volver a probar.

 

Y aunque a mis (5) cinco años era todavía muy pequeña para comprender; comencé también a observar, en medio del gran amor que él me tenía y que yo le profesaba, cómo el corpus biocultural negativo de la ira, a través de los espíritus oscuros de la soberbia, la ambición y la arrogancia, iban tomando posesión de su cuerpo, emoción y mente poco a poco.

¡Cuando la hormiga roja endurece la tierra!
El origen de la teoría de la ira
como un organismo vivo

Cuando tus emociones se encuentren exaltadas dentro de tu ser

tienes un sólo y único instante para decidir:

si te entregas a los corpus del miedo y la ira,

o si retrocedes, los sueltas,

y permites que ingresen dentro de ti

los corpus del amor, la fe, la esperanza y la compasión.

 

Ese tránsito en el que decides

¿qué vas a permitir que se aloje en tu corazón

y

en lo profundo de tu alma?

lo llamo:

el camino de paso vertiginoso

hacia el mundo de luz o hacia el mundo oscuro.

 

Para deshacer la avanzada del mal,

sólo basta con que digas

en voz alta o mentalmente

y con todo el deseo de protección

que nazca en lo profundo de tu corazón:

 

“Ayúdame amado Dios de pura luz y puro amor,

impide la entrada de la oscuridad a mi mente, alma, cuerpo y corazón.

Guárdame bajo un manantial de luz que invada mi ser,

aleja y amedrenta a las bestias infernales

que ansían arrebatarme de tu lado.

Protege mi corazón, protege mi mente,

protege mi alma, protege mi cuerpo,

lléname de tu luz“.

 

Kia Bo Roi.

A medida que las condiciones económicas y la posición social mejoraban. Su trato con mi madre había comenzado a cambiar.

 

La emoción de la ira, la indiferencia, la soberbia y el grito acompañaban cada gesto, palabra o modo de actuar frente a nosotras.

 

Algo intangible e inasible se estaba apoderando paulatinamente de su cuerpo y espíritu.

 

Fue entonces, cuando vi por primera vez, en ese proceso de transformación doloroso, angustiante y silencioso, como el alma de mi padre se iba deteriorando y corrompiendo dentro de él.

 

Le vi caminar hacia el mundo de las sombras, a medida que contemplaba su rostro y cuerpo, imponente y hermoso tostados por el sol.

 

Él ahora se transformaba lentamente en el corpus  etnobiocultural negativo de la ira.

Mi madre se volvió asustadiza, enfermiza y temerosa.

 

A ella le faltaba continuamente el aire en los pulmones. Ya no podía respirar. Su cuerpo temblaba al sentir la voz de mi padre a la puerta.

Los pájaros que ella tanto amaba, comenzaron a morir de manera inexplicable.

Los (2) dos gatos siameses y una gata angora que ella adoraba, se llenaron de sarna y murieron en menos de dos meses.

 

Las gallinas y los pollos dejaron de comer porque contrajeron una enfermedad en sus picos que les impedía tragar alimento.

Vimos junto a mi madre, como cada mañana aparecían las gallinas muertas por el largo corredor.

Una a una, fue enterrada con tristeza y amargura en el gran patio. Los pichoncitos de pájaro caían de sus nidos y morían en sus jaulas, a consecuencia de los golpes que mi padre le propinaba a las puertas.

 

La pareja de conejos, la oveja, el pequeño cabrito y el cerdito, saltaban asustados cada vez que los golpes y los gritos se escuchaban por la casa.

Por ello, también enfermaron y (7) siete meses después, murieron. Primero fue la pareja de conejitos, luego la ovejita, el cabrito y por último el cerdito bebé.

En una de esas noches, en que la luna desaparece del firmamento, el cielo se vuelve negro y el aire se queda calmo y en silencio.

Mi amada tortuguita amaneció muerta y destrozada en su cuello. Ratas habían entrado por la noche al gran patio, y la habían asesinado.

 

Los peces que mi madre había dispuesto a la entrada de la casa, en un pequeño lago artificial diseñado por ella misma, amanecieron muertos una mañana.

Nuestro perro Tony, un bello e impetuoso pastor Alemán se volvió violento y agresivo.

 

Al punto que, tan sólo por acariciarle y mirarle dulcemente, una noche giró tan rápidamente sobre mi rostro, que no me dio tiempo de reaccionar. Sus colmillos se clavaron directamente en mi mejilla derecha.

 

Allí, mi dulce Tony dejó la huella de aquello instalado en el plano sutil y perteneciente al mundo oscuro que había comenzado a gobernar nuestro hogar.

Tony fue el animal que más resistió. Pues murió (8) ocho años después, cuando cumplía mis (13) trece. Lleno de rabia, encadenado a un poste de hierro, aullando de tristeza, y solo en nuestro patio.

La peste había entrado a nuestra casa, atraída por las nuevas formas de comportamiento que tenía mi padre. El espíritu oscuro de la tristeza, la ruina y la muerte se convirtieron en nuestra sombra.

Cuando mi madre y yo pensábamos que lo peor había pasado, el aguacatal dejó de dar aguacates.

 

Los árboles frutales que daban cosechas, empezaron a secarse y también a morir. Las plantas de yuca, de ají y la plantación de sábilas se pudrieron desde abajo.

 

Luego aparecieron las langostas y terminaron por destruir el limonar, la consuelda, las plantas aromáticas y la bella albahaca.

 

Las tormentas eléctricas en esta ciudad de fuego han sido y actualmente son el pan de cada noche.

 

En uno de aquellos aguaceros llovió tan torrencialmente sobre la ciudad, que un rayo cayó sobre nuestro hermoso árbol de Acacia y lo partió a la mitad.

 

Casi destruye por completo nuestra casa. Cayó sobre el árbol de pino y el naranjal, los cuales arrasó. Una parte del árbol de torombolo, se ladeó, porque una de las paredes que protegían el gran patio había caído sobre él.

Veíamos, junto a mi madre, cómo los platanales y sus frutos eran carcomidos por las hormigas rojas desde la raíz.

 

Los troncos de los grandes platanales se pudrieron. Ellas invadieron el gran patio.

La tierra en ese jardín, rodeado de flores, ahora era desértica, plagada de terrones secos y pedregosos. Pues la hormiga roja y sus colonias habían llegado para destruir nuestro territorio.

Desde mis (5) cinco y hasta los (14) catorce años, cuando me fui de la ciudad que para mí, es y ha sido la ciudad del dolor y la furia.

 

Vi durante cada amanecer, y cada ocaso, cómo las hormigas rojas endurecían y secaban la tierra, con los líquidos que segregaban para hacer sus nidos.

En esa gran casa, llena de amor y vida por doquier, ahora sólo se escuchaba a las puertas llorar de dolor, gracias a los golpes que mi padre les propinaba.

 

Las paredes comenzaron a gemir en la madrugada. Ellas adquirían vida y hablaban entre sí durante las noches. Cada una enferma de rabia, tristeza e ira.

 

Presencié cómo mi padre había pasado de ser luz en la calle a ser sombra en la casa. 

El corpus etnobiocultural de la emoción oscura de la ira había tomado el control de nuestra casa y del cuerpo de mi padre.

 

El demonio intruso de la ira había caído sobre nuestra familia y había encadenado la vida de mi padre sin previo aviso.

Esa parte oscura de mi infancia, de la cual jamás hablo, fue el momento culme en que supe que ya no iba a ser educada sólo por el espíritu del amor.

Mi destino como una guerrera-sacerdotisa-emperatriz ya había sido trazado. Sin aún saberlo, mi alma y espíritu, al igual que mi cuerpo físico, exigían el entrenamiento, en el rigor implacable de ser educada por los mismos demonios que habían entrado, a través de la energía oscura de la ira, en el cuerpo de mi padre.

Estas entidades oscuras se convirtieron con los años y con el pasar del tiempo en mis grandes maestros de lo oscuro.

 

También los podía ver y contemplar con horror y pavor, a través de los cuerpos de mis (3) tres hermanos adoptivos, quienes fueron poseídos y gobernados por la energía de la maldad.

El único bastión de luz que quedaba en esa casona deteriorada año a año, siempre fue y siguió siendo, hasta el día de hoy, mi hermosa madre Graciela.

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